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Roy Olmstead, el contrabandista bueno de la Ley Seca

El 1 de enero de 1920 entraba en vigor la Ley Volstead, más conocida como Ley Seca, que prohibía la venta, importación, y fabricación de bebidas alcohólicas en todo el territorio de Estados Unidos. Era la culminación de un largo proceso dirigido por el poderoso Movimiento por la Templanza que logró en 1917 que el Congreso aprobara una resolución a favor de una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos (la Enmienda XVIII) que posibilitó con su ratificación dos años después la entrada en vigor de la Ley Seca. Esto fue posible, entre otras muchas razones, gracias a la complicada situación en la que quedó el lobby de emigrantes alemanes (gran parte de la cerveza consumida por los estadounidenses era producida por industrias de inmigrantes alemanes) tras la Primera Guerra Mundial.

Los estadounidenses, grandes bebedores, tuvieron tiempo suficiente para surtirse de todo el alcohol que pudieron antes de la entrada en vigor de la ley, ya que la ingesta de alcohol en sí misma no estaba prohibida sino su venta y distribución. Pero la larga duración de la misma, hasta 1934, hizo que por muchas botellas que hubiesen guardado en su alacena no fuese suficiente para saciar la sed de todo un país alcohólico por naturaleza. En ese momento surgieron las figuras de los grandes contrabandistas/mafiosos que el cine de Hollywood ha hecho eternos como Al Capone, George Remus o más recientemente Nucky Thompson (Broadwalk Empire), pero en esos convulsos años 20 también emergió la figura de una especie de Robin Hood de las bebidas espirituosas: Roy Olmstead.

Roy Olmstead era en 1920 un prometedor e imberbe teniente de la policía de Seattle que se había hecho un nombre en la ciudad gracias a su inteligencia y profesionalismo, curiosamente en la lucha contra el contrabando de alcohol, ya que el estado de Washington había prohibido la venta y distribución de alcohol ya en 1916.

Olmstead enseguida se dio cuenta de que un nuevo y lucrativo negocio clandestino se estaba poniendo en marcha a su alrededor, cuya correa de transmisión era una retahíla de corrupción que salpicaba a todos los ámbitos de las instituciones públicas, y todo ello en manos de ineptos ladronzuelos y matones de barrio puestos a contrabandistas. Él, sin duda, podría hacerlo mucho mejor, todo un mundo de oportunidades se abría ante sus ojos con la aprobación de la ley federal.

 Fábrica del crimen

Al principio, en sus primeros meses de vida, parecía que la Ley Seca surtía efecto. El consumo de alcohol descendió en un 1/3, así como las muertes relacionadas con el alcohol y los arrestos por borracheras. Algunos productores de vino de la región de California empezaron a plantar albaricoques y ciruelas en lugar de uva, las grandes cerveceras del país como la Anheuser-Busch se pusieron a fabricar refrescos y helados mientras surgían nuevas marcas de cervezas sin alcohol y las acciones de Coca-cola subían más del doble. Pero esta ilusión duró poco, la gente quería beber y al tiempo que los bares iban cerrando, abrían sus puertas miles de nuevos “speakeasy”, los bares clandestinos de la Ley Seca.

La prohibición no hizo sino todo lo contrario de lo que se proponía. No solo no descendió el consumo de alcohol en EEUU sino que la ilegalidad del mismo y el continuo ascenso de la demanda propició la aparición de multitud de bandas mafiosas de contrabandistas que florecieron en toda la franja norte tocante a la vecina Canadá así como el Sur, camino de Méjico y el Caribe. Pero no solo la mafia se puso a delinquir sino que el ciudadano común corría el riesgo de caer en el lado oscuro de la ilegalidad y por eso intentaba salvar los pocos resquicios que la ley otorgaba.

Por ejemplo, el prestigioso club privado Yale de Manhattan guardó en sus almacenes durante el año previo a la prohibición, una profética cantidad de botellas suficiente para que sus miembros pudieran subsistir 14 años, justo lo que duró la Prohibición.

Los fabricantes de alcohol de alta graduación pudieron subsistir también gracias a que se permitió el alcohol para uso farmacéutico, producto que sólo podían recetar los médicos. La demanda no aflojó ya que una misteriosa epidemia afectó a los estadounidenses durante esos años y los médicos se vieron “obligados” a prescribir más de 6 millones de recetas de alcohol. Otro de los resquicios que tenía el alcohol para emerger legal era el vino sacramental utilizado en iglesias y sinagogas que creció hasta cifras de millones de galones al año. Las congregaciones de judíos se multiplicaron por 10 y aparecieron multitud de nuevos rabinos con nombres irlandeses o alemanes y rabinos negros.

Corrupción masiva

La prohibición del alcohol había fomentado la proliferación del crimen organizado hasta metas inconcebibles en la historia del país y a todo ello ayudó sobremanera la enorme corrupción que se montó a su alrededor a base de sobornos a diestro y siniestro. Poco ayudaba el hecho de que el Congreso hubiera aprobado la escasa cifra de 1.500 agentes federales para hacer cumplir la Ley en todo el territorio nacional (resultaba a un agente por cada 76.000 norteamericanos). El hecho de que Estados Unidos estuviera viviendo uno de los gobiernos republicanos más ferozmente antifederales con una Administración escuálida no ayudaba mucho tampoco. La Policía, los políticos y los mismos agentes federales cayeron sistemáticamente en la red de sobornos que alcanzaba desde el alcalde más pequeño al mismísimo fiscal general Harry M. Daugherty.

En marzo de 1920 el joven teniente Olmstead estaba descargando en un pequeño embarcadero del norte de Seattle un cargamento de whiskey canadiense cuando los agentes federales arremetieron a tiros contra él y sus hombres. Olmstead perdió su trabajo y tuvo que pagar una pequeña multa de 500 dólares pero a partir de entonces, liberado de su empleo como policía, pudo dedicarse al 100% a la lucrativa empresa del contrabando.

Financiado con la ayuda de 11 secretos socios montó una extraordinaria y eficiente red de contrabando que empleaba a cientos de personas desde contables, pasantes, conductores, marineros, abogados, etc., convirtiéndose en el principal empleador de toda la región de Seattle. Al poco tiempo estaba ganando más dinero en una semana del que había ganado en 20 años como policía.

Con este dinero compró los favores de sus ex compañeros policías, de agentes federales, miembros de la Justicia y hasta del mismo alcalde de Seattle. Todo estaba bajo su control. Pero a diferencia de sus coetáneos de Chicago o Nueva York, Roy no era un mafioso, en esencia era un buen hombre que creía que la Ley Volstead era una injusticia.

Fiel a estos preceptos prohibió a sus hombres portar armas de fuego, como él decía, prefería perder un cargamento de licor que una vida humana. Mientras el resto de grandes capos de la mafia tenían en el contrabando una de sus muchas y delictivas fuentes de ingresos, como la prostitución, el juego o los narcóticos, Olmstead nunca fue más allá del contrabando de alcohol.

Además Roy Olmstead se había ganado la fama de suministrar un excelente producto ya que jamás adulteró su producto con tóxicos químicos para uso industrial como hacía la mayoría para conseguir mayores ingresos. Tanto es así que hasta el futuro magnate de la aviación William Edward Boeing era uno de sus clientes predilectos. Por este motivo la opinión pública empezó a llamarle el contrabandista bueno.

Roy tenía el mundo a sus pies y estaba tremendamente orgulloso del imperio que había montado pero un pequeño desliz le hizo caer justo cuando estaba en la cima de sus carrera. En 1924 los federales intervinieron su línea telefónica en uno de los primeros casos de la historia de escuchas telefónicas y descubrieron todo el entramado delictivo que había organizado.

Olmstead fue condenado en 1926 junto a diversos de sus colaboradores a 4 años de trabajos forzados y a pagar una multa de 8.000 dólares. A pesar de que apeló la sentencia argumentando que las escuchas telefónicas constituían una violación de sus derechos constitucionales (¿les suena?), el Tribunal Supremo confirmó la sentencia y Roy tuvo que cumplir entera su condena.

Como broche final a su historia, a los pocos años de salir de prisión el presidente Franklin D. Roosevelt, el mismo que había derogado la Ley Seca el año anterior, le concedió el perdón presidencial en 1935 restaurando sus derechos constitucionales y ensalzando definitivamente la figura del contrabandista bueno.

Fuente: Ken Burn’s Prohibition Documentary

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14 comentarios en «Roy Olmstead, el contrabandista bueno de la Ley Seca»

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