«La Edad de la Penumbra» de la periodista inglesa Catherine Nixey lleva en su subtítulo una aseveración contundente: «Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico«. Este libro, que ha sido un notable éxito en Reino Unido, editado por Taurus en nuestro país, no ha estado tampoco exento de polémica. Es un duro alegato contra el cristianismo, al que culpa nada más y nada menos que de la destrucción del mundo clásico. Palabras mayores. Pero, ¿realmente el cristianismo destruyó el mundo clásico?
Paseando por las salas grecorromanas de grandes museos como el Prado, el British o el Louvre, probablemente no somos conscientes de las pequeñas cicatrices que el paso del paganismo al cristianismo tuvo en el mundo clásico romano. Amputaciones, decapitaciones de estatuas, destrucciones de templos, textos cristianos sobre escritos en libros clásicos, etc. El fin de paganismo en Europa Occidental fue un proceso largo, complicado y que como bien refleja el libro de Nixey se llevó por delante muchos tesoros de la antigüedad clásica pero, que según sabemos, perduró más de lo imaginado en algunos lugares, especialmente en el territorio rural y en la mentalidad de muchos antiguos romanos. La propia característica del cristianismo, monoteísta y radicalmente contrario a cualquier otra religión, hizo que el paganismo fuera duramente perseguido a partir de la consolidación del cristianismo como religión de Estado con el edicto de Teodosio en 380, de la misma manera e incluso con mayor ferocidad que el cristianismo había sido perseguido durante varios periodos de los primeros siglos de nuestra era.
Por ello, el tema del libro resulta muy interesante, intenta arrojar luz sobre una época que ha estado siempre en la penumbra, el final del Imperio Romano y la Antigüedad Tardía, y un tema muy poco tratado, o al menos muy parcialmente analizado durante siglos, el fin del paganismo y el triunfo del cristianismo. Durante muchos siglos, desde la aparición del cristianismo recién inaugurado el siglo I hasta bien entrado el siglo XIX, la historia y las crónicas de esta época estaban prácticamente copadas por la versión tradicional de la historiografía cristiana y su discurso anti pagano, con la única excepción del controvertido historiador inglés Edward Gibbon y su famosa «Historia de la decadencia y caída del Imperio romano«, que es precisamente uno de los autores más citados por Nixey en su obra.
Pero como explicaba el mismo Gibbons en su obra, la complejidad del proceso de caída del Imperio Romano y por ende del llamado mundo clásico, es un cúmulo de muchos factores en los que ciertamente la aparición del cristianismo tuvo una importancia significativa, pero no debemos desdeñar obviamente los problemas internos del sistema imperial, las crisis económicas y militares, las invasiones bárbaras, las terribles pestes del siglo II, y un larguísimo etc. Tampoco debemos olvidar toda la historiografía moderna que ha resituado las tesis de Gibbons, uno de los primeros en señalar al cristianismo como el gran culpable del fin del mundo clásico en el lejano 1776, y que demuestra que el proceso de «caída» de Imperio romano pasó por diversas fases, incluida una fantástica recuperación tanto económica como territorial a partir del Diocleciano y una reforma militar exitosa. Por no hablar del siempre olvidado Imperio Romano de Oriente, que llevó con orgullo durante siglos su pasado romano y el legado de la cultura clásica, hasta su tardía caída ante los otomanos en 1453.
Así pues, la premisa de Nixey, parece cuanto menos arriesgada. Si bien el libro posee un ritmo endiablado y una escritura vívida, ese mismo entusiasmo se torna en un exceso de parcialidad que hace caer la obra precisamente en el mismo maniqueísmo que durante siglos proclamaron los escritores cristianos que nos vendieron el relato de cristianos buenos y paganos malos. Ahora Nixey vuelve la tortilla para mostrarnos unos cristianos intolerantes, salvajes, crueles y autoritarios, y unos paganos perseguidos, cultos e incomprendidos en un nuevo mundo que hace trizas todo su legado clásico.
Las acusaciones de Nixey son graves y sospechosamente contundentes, habla de la pérdida del 99% de las obras clásicas del latín, cifra muy difícil de saber, y nos relata innumerables ejemplos de destrucciones de templos, persecuciones, edictos, etc, que si bien son historias reales, no vienen acompañadas de su contexto histórico y de la profundidad reflexiva que necesitarían. Desde la destrucción del templo de Atenea en Palmira en 385 que abre el libro, a la decadencia y persecución de la mítica Academia de Atenas, que hay que recordar que resistió hasta el tardío 532, o la triste historia de Hypatia de Alejandría que Alejandro Amenábar llevó exitosamente a la gran pantalla en la fantástica «Ágora«, el libro nos da una visión excesivamente parcial de la historia, perdiendo la oportunidad de aportar luz a un tema tan complejo e interesante como la transición del paganismo al cristianismo en el contexto de la decadencia del Imperio Romano Occidental.
Y es que precisamente la palabra «transición» es la clave para entender este desconocido capítulo de la historia. La transición del paganismo al cristianismo obviamente fue un proceso gradual, complejo y con idas y venidas durante siglos. En este mismo blog hemos hablado con anterioridad por ejemplo de Juliano el Apóstata, el último emperador pagano y su infructuoso intento de retornar el Imperio a los ritos paganos, o de Los orígenes paganos de la Navidad, y el gradual proceso de adaptación de los ritos paganos al nuevo cristianismo.
Igual que muchos de los grandes templos paganos fueron transformados en iglesias, tenemos multitud de ejemplos como la Catedral de Tarragona construida sobre un templo romano o el mismo Pantheon romano convertido en el siglo VII en la iglesia cristiana de Santa María de los Mártires, lo mismo sucedió con las tradiciones, el calendario y las costumbres paganas que se fueron «reciclando» asimilando a los nuevos ritos del cristianismo. Templos y edificios públicos, se reciclaron, se abandonaron o se aprovecharon sus materiales para nuevos edificios, los ritos y tradiciones se adaptaron, igual que los cargos públicos romanos o las divisiones territoriales como las diócesis.
Más allá de los debates sobre el verdadero mensaje del cristianismo original y de la figura de Jesús, queda claro que desde sus inicios la versión más universalista del nuevo cristianismo y basada en la tradición grecorromana liderada por Pablo de Tarso, el gran evangelizador de las grandes ciudades romanas, fue la gran vencedora, dejando atrás el más que probable mensaje original de Jesús centrado en una perspectiva inequívocamente judía y dirigida a proclamar la llegada del Reino de los Cielos, que 2.000 años después, los cristianos siguen esperando.
Desde su inicios este cristianismo modelado por Pablo, un judío de tradición griega, fue bien acogido en las grandes capitales imperiales, siempre dispuestas a abrazar las nuevas religiones orientales tan de moda en la época, fuere el cristianismo, el mitraismo o las fascinantes divinidades egipcias, como ya habían hecho en su momento con todo el panteón de dioses griegos. El único problema que tenía el cristianismo es que proclamaba la existencia de un único Dios, un monoteísmo que tenía difícil cabida en la mentalidad romana de la época.
Si bien poco a poco el cristianismo fue ganando enteros en las capitales, sobre todo a partir del Edicto de Milan de Constantino (313), la situación en los ámbitos rurales fue totalmente diferente y parece que la supresión del paganismo duraría todavía siglos. Como hemos dicho, muchos de los ritos, tradiciones y calendarios festivos directamente se adaptaron al cristianismo, y lo mismo sucedió con el tradicional panteón de dioses paganos y los tradicionales lares y penates. Pese a ser una religión «teóricamente» monoteísta, el cristianismo posee una retahíla interminable de santos, vírgenes e incluso imágenes de Jesuscristo, adaptadas a los diferentes territorios, oficios, o afecciones que construyen un nuevo panteón de dioses, diosas y héroes-mártires muy similar a la tradición de las grandes religiones del mundo clásico grecorromano.
Por tanto, afirmar tajantemente que el cristianismo destruyó la cultura clásica es toda una temeridad, ya que el propio desarrollo del cristianismo está basado en la tradición grecorromana y más allá de la persecución de las creencias paganas, tanto la cultura, como la tradición política, legislativa e incluso arquitectónica siguió rindiendo tributo al mundo clásico incluso hasta nuestros días. En el libro de Nixey tenemos un relato vívido de muchos episodios tristes de persecución al paganismo y a ciertos elementos del mundo clásico, un mundo clásico que en muchos casos ya estaba en plena transformación, que sin duda conviene reinvindicar, recordar y sacar a la luz, pero nunca debemos olvidar el contexto histórico, político, económico y social de la Antigüedad Tardía.
La historia suele transitar siempre por grises, antes que blancos y negros, y este libro de Nixey es sin duda una oportunidad perdida para analizar en profundidad una etapa tan importante para la construcción de la religión cristiana y la desaparición de los ritos paganos en Occidente.